Pasé cierta vez por una Galería de Arte. No soy aficionado a comprar pinturas, aclaro. De igual manera, no ando buscando qué cuadros poner en mi cuarto o cómo decorar mi oficina. Sin embargo, pienso que en algún momento, tendré que colocar algo en esas paredes vacías, para que, al despertar, pueda verlas, pueda admirarlas, pueda sumergirme en ellas.
Pero en esta galería encontré una pintura totalmente distinta. Me llamó la atención, sí, más de lo que yo creí, debo aceptarlo. Fue impresionante al verla, fue maravillosa al contemplarla. Ella me cautivó totalmente, hizo dejar mi mirada fija, mi espíritu perplejo y mi boca sin habla.
Era cara, mucho, pero se notaba que valía la pena. Decidí entonces ahorrar. Cada céntimo lo guardé en una alcancía especial.
De vez en cuando pasaba por la galería. Quería asegurarme de que no había un nuevo dueño para ella o que no tenía pretendientes. Eso es algo que nunca sabré, la dueña del lugar era un poco hermética en eso y sólo me dejaba hacer conjeturas. Tenía que confiar en que la pintura quería venir conmigo tanto como yo.
Y pensé una vez más lo mucho que me gustaría tenerla en mi cuarto, colgando. Pensé lo mucho que disfrutaba cada segundo que la veía, pensé en los inimaginables sentimientos que brotaban de mi al estar junto a la pintura.
Ahorré, creo que ahorré suficiente. "Tres meses al menos", me dijo la vendedora. Con 3 meses sería suficiente para saber si podría comprarla.
Pero ahora mi alcancía está rota, he sacado el dinero. No quiero mi tan anhelada pintura. No me nace tenerla en mi cuarto ni contemplarla ni verla más. No me nace soñar día a día con el momento en que esté a mi lado. No me nace pedir descuentos a la dueña, ni opciones para tenerla. No me nace tener algo frío, seco, deshumanizado cerca de mí.
Y entonces entendí: esa pintura es hermosa, es todo lo que quise. Excepto por algo: no me da lo que quiero tener.
¿Tu amor? Tu amor es tan frío como dicha pintura.
¿Y sabés qué? Prefiero invertir en otras cosas...
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